Le decían Torpedo, se llamaba Humberto. Era hermano de Don
Arturo H, el hombre que tenia 3 esposas, todas con conocimiento de la
existencia de las otras, en 3 casas diferentes claro, pero una junto a la otra
y entre todas habían procreado como a 25 hijos, además de la abuela, doña Santos
quien a sus 80´s le gustaban las cervezas y el abuelo, Don Trino, quien bajaba
a comprar cigarros y no regresaba en días, debido al Alzheimer, nadie lo
buscaba, un día él se acordaba donde vivía y regresaba solito.
Torpedo desde niño había proyectado una conducta rara, nunca
lo llevaron al médico y entre ellos le diagnosticaron “Locura”, esa era su
enfermedad y ya no había nada que hacer.
Torpedo se crió en la calle hasta llegar a los treinta y
tanto años, su locura era tranquila pero a veces se tornaba violento, tanto que
había que encerrarlo y amarrarlo en el cuarto que compartía con la abuela y el abuelo
que eran los únicos que podían calmar sus días y noches de violenta locura y en
quienes encontraba la paz en la mayor parte de su tranquila existencia.
Torpedo deambulaba por la calles de Tegucigalpa con su único
y fiel amigo: un perro al que llamaba “Asaber”. -Torpedo, como se llama tu
perro –le preguntaban- Asaber!!! - contestaba
mirando al can al que acercaba su cara
para que este se la lamiera con alegría.
Pero cierta vez, en uno de esos malos ratos, Torpedo se
torno tan violento y la abuela quiso sujetarlo, este la lanzo apartándola de él
con tanta fuerza, que la abuela cayó al suelo y se desmayo.
Al enterarse Arturo, su hermano, lo busco y al encontrarlo arremetió
a golpes en contra de él hasta dejarlo con su cara desfigurada a golpes y casi
sin conocimiento. Al recuperar el aliento, Torpedo salió en veloz carrera y se perdió
entre las calles del centro. Minutos después llego una mala noticia: Torpedo se
había lanzado de cabeza, a las llantas de una pesada volqueta perdiendo la vida
de manera inmediata.
Torpedo había muerto: sin obituario que leer, él había dejado la escena. El cuerpo
descansaba en un improvisado ataúd hecho con tablas rusticas sobre el que habían
puesto una foto que no se parecía a él. Todos los ajustes para el funeral
habían sido tan mal improvisados como si el mismo Torpedo los hubiera preparado.
El rostro, como se podía ver a través del cristal, no tenía semblante de
desagrado: aparte de los magullones por los golpes y el aplastamiento craneal, perfilaba
una tenue sonrisa, como si la muerte no le hubiera resultado dolorosa, un buen
trabajo del maquillador.
A las seis de la tarde los amigos del barrio fueron citados
para rendir su último tributo de respeto a aquel quien no había tenido mayor
necesidad de amigos y menos de respeto. Los miembros de su numerosa familia no
llegaron a su velorio y nadie lloró sobre su ataúd, esto opacaba la memoria de
Torpedo; pero en presencia de la inevitable muerte la razón y la filosofía no hacen
eco.
A medida que las horas iban pasando, los que llegaban al
velorio en busca de guaro y tamales iban acomodándose y ofrecían consuelo a los únicos parientes
dolidos, la abuela y el abuelo, quienes, como las circunstancias de la ocasión
requerían, estaban solemnemente sentados en la habitación con algunas señoras
vecinas que llegaron por ver el dolor de los dos viejos. Estos buscaron un rincón solitario y se
sentaron de manera circular y como se acostumbra en los velorios, sacaron un
naipe y cada uno su repertorio de chistes, para esperar el café con pan y el guaro con tamales.
Luego llego la rezadora, y en tal oscura presencia las más
mínimas luces se eclipsaron. Su entrada fue seguida por la un par de ayudantas
con sendos rosarios en sus manos, cuyas lamentaciones llenaron la habitación.
Ella se acercó al ataúd y luego de inclinar su rostro por un momento y decir
unas palabras en un idioma que parecía latín, fue gentilmente conducida hacia
un asiento cercano al de la abuela. Lúgubremente y en tono susurrante, la mujer
comenzó su elogio de la muerte, y su tenebrosa voz, mezclada con dolidos sollozos
cuya intención era estimular a los pocos presentes, pareció como el sonido del frío
aire de la noche. El deprimente día se oscureció rápidamente a medida que ella rezaba;
una cortina de nubes se asomaron y un par de gotas de lluvia brincaron en el
piso de tierra del patio. Pareció como si la noche estuviera llorando al triste
Torpedo.
Cuando las últimas frases del casi interminable Ave María habían sido dichas y solo se escuchaba el sutil llanto de la abuela, entró a la habitación Asaber, despacio, con un triste caminar y su cabeza y sus orejas bajas, como llorando por el último adiós de su amo, su único amigo.
Cuando las últimas frases del casi interminable Ave María habían sido dichas y solo se escuchaba el sutil llanto de la abuela, entró a la habitación Asaber, despacio, con un triste caminar y su cabeza y sus orejas bajas, como llorando por el último adiós de su amo, su único amigo.
Mirando con lástima a Asaber estaban cuando sonó el viejo
reloj de la abuela, 12 campanadas avisaron
la media noche, el viento de la madrugada se hizo más y más frío, cuando el
único sonido que se escucho fue un quejido del viejo Asaber, todos lo miraban asustados
cuando comenzó a mover la cola, paró sus orejas, avanzó hacia el ataúd y se
levanto en dos patas y ladró, como lo hacía con su amo cuando jugaban…
Los dolientes, las rezadoras y los borrachos jugadores de
naipe salieron en veloz carrera, tratando en su terror de escapar de la horrorifica
visión. Un hombre tropezó contra el ataúd tan fuerte que este cayó al piso, el
cristal estalló en miles de pedazos por el golpe. Desde la abertura del cristal
se asomaba espantosamente la cara de Torpedo, sonriendo por los lenguetazos felices que le daba su único y fiel amigo Asaber…
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